"Ninguna cosa externa
que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que
sale del hombre (Mc 7, 15).
Jesús dirige estas palabras al gentío que lo escucha y que conocía muy
bien esas normas, que el Antiguo Testamento y la enseñanza rabínica habían
establecido como condición para acercarse al área sagrada del templo.
En el
Evangelio de Marcos se las describe, más arriba, como un ritual complejo de
abluciones y lavado de objetos.
Esa purificación exterior no tenía que ser más
que expresión de una pureza interior, espiritual, pero en la realidad se
terminaba por olvidar el verdadero significado de las prácticas rituales,
concentrándose en una observancia escrupulosa y formal de un sinnúmero de
reglas.
"Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo
que lo hace impuro es aquello que sale del hombre".
Si bien esta observación era perfectamente compatible con la
legislación judaica, igualmente, en esa época, la toma de posición de Jesús
requería valentía porque iba contracorriente. Jesús se remontaba a la gran
tradición de los profetas que siempre habían llamado al pueblo a un culto
auténtico, es decir, practicado en lo íntimo de las conciencias y no sólo
exteriormente, preocupados sólo de evitar un contacto físico con alimentos y
objetos declarados impuros.
Por eso aquí Jesús, como en toda su predicación y su comportamiento, no
quiere abolir la Ley, sino llevarla a cumplimiento, es decir, devolverle su
significado y fin profundo, que es el de acercar el hombre a Dios.
"Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo
que lo hace impuro es aquello que sale del hombre".
"... lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre".
Esta segunda parte de la frase de Jesús se refiere, en cambio, a la
verdadera contaminación: el hombre es contaminado no por lo que entra en él,
sino por lo que sale de él.
Y de su interioridad, de su corazón, surgen los
pensamientos y las "malas intenciones" que luego originan "las
fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la
maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el
orgullo, el desatino".
Jesús, aun evaluando positivamente la creación, aun sabiendo que el
hombre ha sido creado a imagen de Dios, conoce al ser humano y su inclinación
al mal. Por eso exige la conversión.
Resulta evidente y neta, por las palabras que estamos considerando, su
severidad moral.
El quiere crear en nosotros un corazón puro y sincero del cual
broten, como de un manantial límpido, buenos pensamiento y acciones
irreprensibles.
"Ninguna
cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es
aquello que sale del hombre".
¿Cómo vivimos, entonces, esta Palabra?
Si no son las cosas, los objetos, los alimentos, y todo lo que viene de
afuera lo que nos hace impuros, lo que nos aleja de la amistad con Dios, sino
el propio yo del hombre, su corazón, sus decisiones, es evidente que,
concretamente, Jesús quiere que reflexionemos sobre la motivación profunda de
nuestros actos y de nuestro comportamiento.
Para Jesús - como sabemos- hay una sola motivación que hace puro todo
lo que hacemos: el amor.
El que ama no peca, no mata, no denigra, no roba, no traiciona...
Pues bien, ¿entonces? Dejémonos guiar, las veinticuatro horas del día,
por el amor; por el amor a Dios y a nuestros hermanos y hermanas. Seremos
cristianos al ciento por ciento.
Y de su interioridad, de su corazón, surgen los pensamientos y las "malas intenciones" que luego originan "las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino".
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