viernes, 11 de septiembre de 2015

Estaba de paso y me alojaron




“Estaba de paso y me alojaron…” (Mt. 25, 35)

 

Desde hace un tiempo prolongado la comunidad internacional, la Iglesia, muchas organizaciones han puesto su mirada y su deseo en atender a los refugiados. No obstante este esfuerzo, el fenómeno no ha dejado de expandirse en todo el mundo y de afectar principalmente a las áreas más pobres: casi el 90%  de los refugiados se encuentra en los Países del Tercer Mundo.

Sin detenernos en las causas que originan los hechos que han sido noticias en estos últimos días, y en particular las imágenes que han llegado hasta nosotros con su enorme impacto de tristeza, hemos podido conocer y tal vez tomar mayor conciencia acerca de la trágica situación que viven hermanos nuestros que, refugiados, se dirigen a territorios que no son su Patria.

Son hechos que llaman con insistencia a la puerta de nuestro corazón hace ya  mucho tiempo. En una de sus primeras visitas fuera de Roma, Francisco desde Lampedusa en el sur de Italia, hizo un fuerte llamado a toda la comunidad internacional para afrontar con rapidez y con total generosidad esta dramática situación: “…frente a la tragedia de decenas de miles de refugiados que huyen de la muerte por la guerra y por el hambre, y quienes recorren un camino hacia una esperanza de vida, el Evangelio nos llama a ser hospitalarios con los más pequeños y los más abandonados, a darles esperanza concreta”.
Aún no lo hemos escuchado.

La situación de los refugiados nos revela el mapa de los desequilibrios y conflictos del mundo de hoy. Un mundo más preocupado por sí mismo y por no perder privilegios, que por el prójimo necesitado. Por lo mismo desunido y muy lejano a la lógica del amor según el cual “…si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él…”. La Iglesia, como Madre llena de misericordia, nos llama a tener gestos de solidaridad, de acogida y de asistencia a cada uno de los refugiados de cualquier religión y raza. La Palabra de Dios nos señala el camino y nos enseña a  reconocer en cada uno de los refugiados la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios. Los cristianos, firmes en la certeza de la fe y comprometidos con la caridad, podremos demostrar poniendo en primer lugar estos principios, que las trabas y objeciones que surgen por la injusticia comienzan a caer.

Estos dolorosos acontecimientos se convierten en un urgente llamado a la conciencia de todos y de cada uno. Como comunidad eclesial debemos asumir este compromiso. No hacerlo sería una grave culpa de omisión y un olvido de las palabras del Señor a su Pueblo peregrino y migrante: “…recuerda que tu padre era un arameo errante y tu madre era hitita (…) y que fuiste forastero en Egipto…”.

La Iglesia, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano recibe y asume la invitación a construir la civilización del amor y se compromete a realizarla a través de sus variadas y múltiples estructuras internas, en sus iniciativas de servicio y en la colaboración ecuménica e interreligiosa.

En estos momentos tan difíciles para los migrantes y sus familiares, pedimos y rogamos como máxima prioridad evitar nuevos sufrimientos, respetar la vida humana y garantizar el derecho al asilo. Al Dios Creador le pedimos que ilumine las mentes y corazones de los gobernantes para que brinden un trato humano y digno a los migrantes. A la Madre de los Inmigrantes, que su intercesión nos conceda fuerza y valentía para actuar conforme a lo que de su Hijo hemos aprendido: “...estaba de paso y me alojaron…”.

En Buenos Aires, el día (9 de septiembre) que celebramos a San Pedro Claver, esclavo de los esclavos negros.
 


CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA
Comisión para las Migraciones y el Turismo

www.migracionesfccam.org.ar

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