miércoles, 22 de julio de 2015

Que no se haga mi voluntad, sino la tuya


                                       Palabra de vida
 

 
«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya»   (Mc 14, 36).

Jesús se encuentra en el Huerto de los Olivos, la propiedad llamada Getsemaní.
 
La hora tan esperada ha llegado.
 
Se trata del momento crucial de toda su existencia. Postrado en tierra suplica a Dios, llamándolo “Padre” con confiada ternura, que le ahorre “beber el cáliz”, una expresión que se refiere a su pasión y muerte.
 
Le pide que esa hora pase... Pero finalmente se vuelve a poner completamente a disposición de su voluntad:

 «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya»

 Jesús sabe que su pasión no es un evento fortuito, ni simplemente una decisión de los hombres, sino un plan de Dios. Será procesado y rechazado por los hombres, pero el cáliz “viene” de las manos de Dios.

Jesús nos enseña que el Padre tiene un plan de amor, que es suyo, sobre cada uno de nosotros, que nos ama con un amor personal y, si creemos en ese amor y correspondemos con nuestro amor –esa es la condición–, él hace que todo redunde en bien. Para Jesús nada sucede por casualidad, ni siquiera la pasión y la muerte.

Y luego vino la Resurrección, cuya fiesta solemne celebramos en este mes.

El ejemplo de Jesús, Resucitado, tiene que ser una luz que ilumina nuestra vida. Todo lo que nos pasa, lo que sucede, lo que nos rodea y también todo lo que nos hace sufrir lo tenemos que saber interpretar como voluntad de Dios que nos ama, o algo que él permite sin dejar de amarnos.
 
Por eso todo tendrá sentido en la vida, todo será extremadamente útil, incluso aquello que a primera vista nos pueda parecer incomprensible y absurdo, y también lo que, como le sucedió a Jesús, nos puede hacer caer en una angustia mortal.
 
Bastará que, junto a él, sepamos repetir, con un acto de confianza total en el amor del Padre:

«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya»

Su voluntad es vivir, agradeciendo con alegría los dones de la vida, aunque a veces no sea ciertamente así como se la piensa: no es ni un objetivo ante el cual resignarse, especialmente cuando se tropieza con un dolor, ni tampoco una sucesión de acciones monótonas diseminadas en nuestra existencia.

La voluntad de Dios es su voz que nos habla y nos invita continuamente, es el modo con el cual él nos expresa su amor, para darnos su plenitud de Vida.

Podríamos representarla con la imagen del sol, cuyos rayos son como su voluntad sobre cada uno de nosotros.
 
Cada uno camina por su rayo, distinto del rayo del que camina al lado, pero siempre rayo de sol, es decir, voluntad de Dios. Todos, por lo tanto, hacemos una sola voluntad, la de Dios, pero distinta para cada uno.
 
Los rayos, además, cuanto más se acercan al sol, más se acercan entre ellos.
 
También nosotros, cuanto más nos acercamos a Dios, con el cumplimiento cada vez más perfecto de la voluntad divina, más nos acercamos entre nosotros... hasta que todos seamos uno.

Si se vive así, todo puede cambiar en nuestra vida.
 
En lugar de relacionarnos solamente con los que a nosotros nos gusta, podemos relacionarnos con todos los que la voluntad de Dios pone a nuestro lado.
 
En lugar de preferir las cosas que más nos gustan, podemos interesarnos por las que la voluntad de Dios nos sugiere y preferirlas.
 
El estar completamente volcados en la voluntad divina de ese momento (“sino la tuya”) nos llevará por consecuencia a desapegarnos de todas las cosas y de nuestro yo (“no mi voluntad”), desapego que uno no busca por sí mismo, porque se busca sólo a Dios, pero que se encuentra de hecho.
 
Entonces la alegría será plena. Basta sumergirse en el momento que pasa y realizar en ese momento la voluntad de Dios, repitiendo:

«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya»

El momento pasado ya pasó; el momento futuro todavía no está en nuestras manos. Sucede como con un pasajero en un tren: no camina hacia adelante y hacia atrás para llegar a la meta, sino que se queda sentado en su lugar. Así tenemos que permanecer quietos en el presente.
 
El tren del tiempo camina por sí mismo. A Dios lo podemos amar sólo en el presente que nos es dado, pronunciando muy fuerte nuestro propio “sí”, total, activísimo, a su voluntad.

Amemos entonces esa sonrisa que hay que brindar, ese trabajo que debemos hacer, ese automóvil que hay que conducir, esa comida que hay que preparar, esa actividad que hay que organizar, al que sufre a nuestro lado.

Ni siquiera la prueba o el dolor deben atemorizarnos si, con Jesús, sabemos reconocer la voluntad de Dios, es decir, su amor por cada uno de nosotros.
 
Es más, podemos orar así: “Señor, haz que no tema nada, porque todo lo que ha de suceder no será más que voluntad tuya. Señor, haz que no desee nada, porque nada es más deseable que tu sola voluntad.

¿Qué es lo que importa en la vida? Tu voluntad es lo que importa.

Haz que nada me turbe, porque en todo está tu voluntad. Haz que no me exalte por nada, porque todo es tu voluntad”.

1 comentario:

  1. El tren del tiempo camina por sí mismo. A Dios lo podemos amar sólo en el presente que nos es dado, pronunciando muy fuerte nuestro propio “sí”, total, activísimo, a su voluntad.


    Amemos entonces esa sonrisa que hay que brindar, ese trabajo que debemos hacer, ese automóvil que hay que conducir, esa comida que hay que preparar, esa actividad que hay que organizar, al que sufre a nuestro lado.


    Ni siquiera la prueba o el dolor deben atemorizarnos si, con Jesús, sabemos reconocer la voluntad de Dios, es decir, su amor por cada uno de nosotros.

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