Contemplar el Evangelio de hoy
Día
litúrgico: Martes XVI del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 12,46-50): En aquel tiempo, mientras Jesús estaba hablando a la muchedumbre, su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con Él.
Alguien le dijo: «¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte». Pero Él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
«El
que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es (...) mi madre»
Hoy,
el Evangelio se nos presenta, de entrada, sorprendente: «¿Quién es mi madre?»
(Mt 12,48), se pregunta Jesús. Parece que el Señor tenga una actitud despectiva
hacia María. No es así.
Lo que Jesús quiere dejar claro aquí es que ante sus
ojos —¡ojos de Dios!— el valor decisivo de la persona no reside en el hecho de
la carne y de la sangre, sino en la disposición espiritual de acogida de la
voluntad de Dios: «Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Éstos son mi
madre y mis hermanos.
Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial,
ése es mi hermano, mi hermana y mi madre’» (Mt 12,49-50).
En aquel momento, la
voluntad de Dios era que Él evangelizara a quienes le estaban escuchando y que
éstos le escucharan.
Eso pasaba por delante de cualquier otro valor, por
entrañable que fuera. Para hacer la voluntad del Padre, Jesucristo había dejado
a María y ahora estaba predicando lejos de casa.
Pero, ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Pero, ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Por esto, san Agustín dice que
María, primero acogió la palabra de Dios en el espíritu por la obediencia, y
sólo después la concibió en el seno por la Encarnación.
Con otras palabras: Dios nos ama en la medida de nuestra santidad. María es santísima y, por tanto, es amadísima.
Con otras palabras: Dios nos ama en la medida de nuestra santidad. María es santísima y, por tanto, es amadísima.
Ahora bien, ser santos no es la causa de que Dios nos
ame. Al revés, porque Él nos ama, nos hace santos. El primero en amar siempre es
el Señor (cf. 1Jn 4,10). María nos lo enseña al decir: «Ha puesto los ojos en la
humildad de su esclava» (Lc 1,48).
A los ojos de Dios somos pequeños; pero Él
quiere engrandecernos, santificarnos.
«Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
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