«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta
todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más
todavía.» (Jn 15, 1-2).
Jesús está por volver al Padre. En su muerte y en su
resurrección, ya inminentes, se realiza la parábola del grano de trigo que,
caído en tierra, muere y da fruto en la espiga.
Jesús cumple su obra: en la
cruz se da completamente (el grano de trigo que muere) y, con la resurrección,
da vida a una humanidad nueva (la espiga hecha de muchos granos).
Pero Jesús
quiere que su obra continúe en sus discípulos: también ellos tendrán que amar
hasta dar la vida y así generar la comunidad. Por eso, hablando con ellos en la
última Cena, los compara con los sarmientos de la vid destinados a dar fruto.
Concretamente ¿cómo formar parte viva de la vid? Jesús
explica que permanecer en él significa permanecer en su amor
1, dejar que sus
palabras vivan en nosotros
2, observar sus mandamientos
3, y sobre todo “su
mandamiento”: el amor recíproco
4. En esa última Cena nos dio también su cuerpo
y su sangre.
El, en nosotros y entre nosotros, seguirá dando fruto y realizando
su obra.
Pero, si rechazamos esta relación de amor, somos cortados, quedamos
separados:
«El (mi Padre) corta todos mis sarmientos que no dan fruto.»
Esta acción drástica del Padre no puede dejar de despertar
el temor de Dios.
No se puede abusar de su amor.
Precisamente porque es Amor,
Dios es también justo. Si corta es porque constata que el sarmiento ya está
muerto, se ha condenado él mismo: ha rechazado la savia y ya no da fruto.
Se puede caer en el error de creer que dar fruto significa
activismo, organización de obras, eficientismo... olvidando lo que
verdaderamente vale: estar unidos a Jesús, vivir en su gracia, o por lo menos
en la rectitud de la propia conciencia. Entonces, debido a que allí, a pesar de
las apariencias, ya no hay vida, el Padre corta el sarmiento.
¿No queda, luego, ninguna esperanza?
La viña del Señor es
misteriosa y él sabe también cómo injertar de nuevo el sarmiento cortado;
siempre nos podemos convertir, siempre podemos comenzar de nuevo.
¿En qué podré notar que doy fruto?
A nadie que haga el bien
le van a faltar pruebas: son las manifestaciones del amor de Dios que purifica
nuestro modo de actuar y hace de manera que demos más fruto, tal como sucede en
la naturaleza con la poda.
Se trata de dolores físicos y espirituales,
enfermedades, tentaciones, dudas, sensación de abandono de parte de Dios,
situaciones las más diversas que hablan más de muerte que de vida.
¿Por qué?
¿Acaso Dios quiere la muerte? No, todo lo contrario, Dios quiere la vida, pero
una vida tan plena, tan fecunda, que nosotros –por más que tendamos al bien, a
lo positivo, a la paz- no podríamos nunca imaginar. Por eso, justamente, poda.
«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta
todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más
todavía.»
Esta Palabra de vida nos asegura que las pruebas y las
dificultades nunca son un fin en sí mismas; vienen porque podemos dar “más
frutos”.
El fruto no es sólo la fecundidad apostólica, es decir, la capacidad
de suscitar la fe y de edificar la comunidad cristiana. Jesús nos señala
también otros frutos.
Nos promete que si permanecemos en su amor y sus palabras
permanecen en nosotros, podremos pedir lo que queramos y se nos dará, daremos
gloria al Padre6, tendremos la plenitud de la felicidad.
Vale la pena confiarse a las manos expertas del Padre y
dejarse trabajar por él.
Esta Palabra de vida nos asegura que las pruebas y las dificultades nunca son un fin en sí mismas; vienen porque podemos dar “más frutos”.
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