EL PECADO, EXPERIENCIA Y
MISTERIO
Se ha dicho mucho
sobre el pecado, pero seguimos sabiendo muy poco de él, porque es un misterio
para el hombre.
Cuando hablamos del pecado intentando explicarlo, necesitamos situarnos
en dos áreas muy diferentes, pero al mismo tiempo necesarias.
Por decirlo
gráficamente, para que se haga la luz necesitamos una linterna, pero no nos
serviría de mucho si no tiene en su interior una pila cargada.
La carga
eléctrica está en la pila pero, si no hay linterna con una lámpara en
condiciones, no habrá luz. Así también, para hablar del pecado, necesitamos
partir de la experiencia y del conocimiento.
La experiencia es común a todos
los hombres; por eso, hablar desde la experiencia tiene la ventaja de que nos
referimos a algo que todos conocemos más o menos; pero también necesitamos
hablar desde el conocimiento y sobre desde la revelación –conocimiento
superior-, aunque nos cueste y nos sea imposible llegar a comprender plenamente
el significado profundo del pecado.
La “Doctrina de los doce Apóstoles”,
conocida comúnmente con el nombre griego de Didaché, fue escrita al parecer
antes que algunos libros del Nuevo Testamento.
Pues bien, en ella se hace
mención al pecado como camino de
perdición recurriendo a un listado de los pecados más comunes y extendidos
entre los hombres, los pecados que forman parte de la experiencia propia o
ajena, pero próxima a cualquier hombre. Dice así:
·
“El camino de la muerte es éste:
Ante todo es camino malo y lleno de maldición: muertes, adulterios, codicias,
fornicaciones, robos, idolatrías, magias, hechicerías, rapiñas, falsos
testimonios, hipocresías, doblez de corazón, engaño, soberbia, maldad,
arrogancia, avaricia, deshonestidad en el hablar, celos, temeridad, altanería,
jactancia”
·
Y a continuación, partiendo de lo
dicho, hace una definición de quiénes son los pecadores: “Este camino siguen los perseguidores de los buenos, los
aborrecedores de la verdad, los amadores de la mentira, los que no conocen el
galardón de la justicia, los que no se adhieren al bien y al justo juicio, los
que velan y no para el bien, sino para el mal; los que están lejos de la
mansedumbre y la paciencia, amadores de la vanidad, buscadores de su paga, que
no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su
Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios: los que
rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces
injustos de los pobres, pecadores en todo” (Ibídem).
Ciertamente esta enseñanza
es válida en nuestros días.
·
Desde que la Didaché se escribiera
se ha pensado y escrito mucho más, pero no podemos ir más allá de decir que el
pecado, por ejemplo, es una falta contra el amor que debemos a Dios y al
prójimo, o que es una ofensa a Dios como confesaba David cuando decía: "Contra ti, contra ti solo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí" (Sal 51,6).
El pecado siempre está marcado
por la soberbia, la desobediencia, la rebelión contra Dios por el deseo de
hacernos como dioses. Sin embargo, por mucho que intentemos definir el pecado
mediante sus etimologías, su descripción o sus efectos, siempre nos queda una
zona oscura en la que no podemos penetrar, es la zona de los interrogantes y
del misterio.
Del pecado es más lo que desconocemos que lo que conocemos, porque trasciende lo puramente humano y nos introduce en el terreno de Dios.
Un autor de nuestros días afirma con estas palabras el carácter de misterio del pecado: “Una cosa podemos responder con seguridad: que solamente la revelación divina sabe en verdad qué es el pecado, no el hombre, ni tampoco ninguna ética o filosofía humana.
Nadie puede decir, por sí mismo, qué es el pecado, por el simple hecho de que él mismo esté en pecado. Todo lo que el hombre dice del pecado, en el fondo, no puede ser más que un paliativo, una atenuación del pecado mismo... “El malvado escucha en su interior un oráculo del pecado... porque se hace la ilusión de que su culpa no será descubierta ni aborrecida” (Sal 36,2-3).
También el pecado habla, como lo hace Dios en la Biblia; también él emite oráculos y su cátedra es el corazón del hombre.
En el corazón del hombre habla el pecado; por eso, es absurdo esperar que el hombre hable contra el pecado...
El hombre solo, podrá al máximo llegar a comprender el pecado contra sí mismo, contra el hombre, no el pecado contra Dios; la violación de los derechos humanos, no la violación de los derechos divinos.
Y, de hecho, si bien lo miramos, veremos que esto es lo que sucede en nuestro entorno, en la cultura que nos rodea” (R. Cantalamesa, La Vida en el Señorío de Cristo, pp. 37-38).
Y sigue diciendo: “Sólo la revelación
divina sabe qué es el pecado. Jesús precisa ulteriormente las cosas, diciendo
que sólo el Espíritu Santo es capaz de ‘probar
al mundo que hay culpa’ (Jn 16,8).
Únicamente él puede ejercer el papel de
‘abogado’ de Dios y de Cristo, en el proceso contra el mundo... Por eso, debe ser Dios quien nos hable del
pecado...
Cuando, en efecto, es Dios, y no el hombre, quien habla contra el
pecado, no es fácil quedar impertérritos; su voz es un trueno que “resquebraja los cedros del Líbano” (cf.
Sal 29,5).
No hay duda: el pecado es
siempre para el hombre experiencia y misterio.
“Sólo la revelación divina sabe qué es el pecado. Jesús precisa ulteriormente las cosas, diciendo que sólo el Espíritu Santo es capaz de ‘probar al mundo que hay culpa’ (Jn 16,8).
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