EFECTO DEL PECADO EN LAS RELACIONES HUMANAS
Las
relaciones humanas son un campo donde se hacen más visibles los efectos del
pecado
Hemos
dicho anteriormente que el pecado lo alcanza todo, lo penetra todo, lo ensucia
todo... Y en este campo de actuaciones no falta algo tan importante como las
relaciones humanas, que son con mucha frecuencia una demostración palpable de
que, más allá de lo que se ve en las personas, hay motivaciones, actitudes y
conductas como rechazo, acoso, agresión, opresión, descalificación, anulación,
dominio, uso y abuso, manipulación de las personas, etc, todo lo cual se resume
en una expresión tan simple como real, que es la siguiente: acción de la
naturaleza pecadora de las personas y del pecado que mora en ellas.
Recordemos algunas ideas tan elementales
como las siguientes:
§ El
amor verdadero -el amor de Dios y toda participación humana en este amor- es
centrífugo, se mueve hacia fuera en busca de la persona u objeto que se ama
para darse o dar aquello que al otro puede hacer feliz o mejorar su situación
dentro del orden establecido por Dios.
§ El
egoísmo, por el contrario, se mueve en sentido opuesto. Es centrípeto y tiende
a recibir sin dar, a aprovecharse de todo lo que le pueda ser útil o
placentero, sin correr el riesgo de entregar nada o lo menos posible a cambio
de lo que recibe.
§ El
pecado se relaciona siempre con el egoísmo porque es un intento de constituirse
en centro y en dominar el entorno con vistas al uso, explotación, abuso,
disfrute y dominio de cuanto se pueda relacionar con el pecador.
Antes
de aparición del pecado, los hombres -Adán y Eva- vivían en armonía con Dios,
entre ellos y con la creación. Pero en cuanto hizo su aparición el pecado,
empezaron a manifestarse toda clase de desórdenes: Adán intentó culpar a Eva de
su pecado (cf. Gn 3,12), Eva intentó lo mismo cargando la culpa sobre la
serpiente (cf. Gn 3, 13), Caín mató a Abel por envidia y celos (Gn 4,8), y
mintió Dios, cuando le preguntó por Abel (Gn 49); el pecado se extendió de tal
manera que dijo Dios: “Voy a exterminar
de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, - desde el hombre hasta los
ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo - porque me pesa haberlos
hecho” (Gn 6,7).
Entre los hijos de Jacob había uno -José- que, en su inocencia, abría el
corazón a sus hermanos y les contaba los sueños que iba teniendo, sin otro
ánimo que el de compartir con ellos su experiencia. Pero había un problema de
por medio: el padre “amaba a José más que
a todos los demás hijos, por ser para él el hijo de la ancianidad” (Gn
37,3). Sus hermanos se habían dado cuenta y “le
aborrecieron hasta el punto de no poder ni siquiera saludarle” (Gn 37,4).
Así que, en cuanto tuvieron ocasión dieron salida a la maldad que su corazón
había ido acumulando y “vendieron a José
a los ismaelitas por veinte piezas de plata, y éstos se llevaron a José a
Egipto” (Gn 37,28), sin que les importara el destino de su hermano menor ni
el dolor que iba a suponer para su padre semejante pérdida. ¿De dónde puede
brotar tanta maldad más que de un corazón depravado por el pecado?
Después que David acabó con Goliat, Saúl se gozó en él hasta tal punto
que “le puso Saúl al frente de hombres de
guerra” (1 S 18,5); pero esto duró poco, sólo hasta que Saúl vio que el
pueblo ensalzaba a David y lo trataba como a un héroe: ”Irritóse mucho Saúl y le disgustó el suceso, pues decía: ‘Dan miríadas
a David y a mí millares; sólo le falta ser rey’. Y desde aquel día en adelante miraba Saúl a
David con ojos de envidia” (1 S 18, 8). El Rey había dejado crecer en su
corazón el pecado de la envidia que lo dominó y fue su perdición. A partir de
entonces sus relaciones con David fueron de hostilidad y persecución, y no le
dio muerte porque Dios protegió a David y lo libró de las manos de Saúl. De
nuevo fue el pecado el que sembró sufrimiento y dolor en las relaciones
humanas.
Cualquier pecado arraigado en el corazón es capaz de transformarse en
ruptura de relaciones, en rechazo, odio, resentimiento, etc. El Rey David no
controló a tiempo la concupiscencia de los ojos que estaban gozándose en la
contemplación de Betsabé, la mujer hermosa que se estaba bañando (cf 2 S 11,2)
y así abrió su corazón al pecado de lujuria. Como era el Rey tenía la
oportunidad de hacer lo que quisiera y ni siquiera el temor de Dios le sirvió
de freno; así que “envió gente que la
trajese; llegó donde David y él se acostó con ella” (2 S 11,4). Se cumple
en definitiva lo que está escrito: “Cada
uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce.
Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el
pecado, una vez consumado, engendra la
muerte” (St 1,15).
Todos los males que experimenta la Humanidad están asentados sobre el
cimiento del pecado. Esto se hace especialmente evidente cuando los hombres nos
olvidamos de Dios para vivir según nuestros caprichos y rebeldías, como sucede
en nuestro tiempo, cuando las familias son cada vez en mayor número “casas de
rebeldía” donde cada uno mira por su propio interés; en consecuencia, los hijos
no obedecen a los padres a los que tienden a ver como soporte para sus
necesidades y poco más; los matrimonios se rompen porque ni hay entre ellos un
amor verdadero ni tal vez lo haya habido nunca, y se va cada uno por su lado
sin importarles un bledo el daño que causan a sus hijos, a los que pueden hacer
desgraciados para toda su vida a causa
de los enfrentamientos y la falta de respeto conyugales, Pero el egoísmo dice
que “hay que realizarse”.
Cuando
la Humanidad aparta de su vida a Dios es movida por el egoísmo, que es la
esencia del pecado y el primer factor de ruptura de relaciones del hombre con
Dios, con sus semejantes y la creación.
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