LA SOBERBIA, RAÍZ
DE TODO PECADO
Como la relación
entre la raíz y los frutos de un árbol, así es la que hay entre la soberbia y
el pecado
Estamos en inferioridad de condiciones en relación a los primeros pecadores de la historia, porque no hemos conocido el estado de justicia original en el que fueron creados, pero también es cierto que Dios mantuvo al hombre como ser libre después del primer pecado, y es ésta facultad de la voluntad la que nos coloca ante la posibilidad de rebelarnos –de pecar- personalmente contra Dios mediante libres decisiones personales.
No hay pecado sin libertad; más aún, cualquier intento de explicar el pecado no puede hacerse sin una referencia a la libertad del hombre.
El pecado personal parte de una actitud interior y libre del hombre y de su decisión de no someterse a Dios o de no relacionarse con él al modo de Dios, sino según sus propios criterios, deseos y decisiones.
Éste es el punto de partida del pecado personal.
El pecado es el resultado final, el producto acabado de un proceso que
parte del corazón, que es la fuente de lo bueno y lo malo.
Los actos, los
deseos, los pensamientos desordenados dan forma –cada uno a su modo- al pecado,
lo materializan, le dan cuerpo.
El pecado es el fruto del árbol del corazón que
lo engendra, lo nutre, lo cuida y le da forma. Visto así, el hombre pecador es
una especie de árbol más o menos frondoso, dispuesto a producir frutos
abundantes de pecado siempre que se den las condiciones apropiadas.
Y como
sucede en el árbol, donde las raíces tienen una gran importancia, ya que sin
ellas el árbol no tendría vida, también el pecador es sostenido por una raíz
poderosa y profunda, que es la soberbia.
Soporta toda la carga del pecado y
proporciona toda la sabia necesaria para el crecimiento del árbol y la
posterior producción de fruto.
Pero
también es necesario, para que éste se pueda producir, que el árbol tenga ramas
suficientes y suficientemente sanas y poderosas para ofrecer el fruto final que
sólo ellas pueden proporcionar.
Estas ramas, que soportan la producción de
fruto, son sobre todo actitudes del corazón soberbio que reciben nombres
especiales como idolatría, rebeldía, desobediencia, infidelidad,
impiedad... De ellas y en ellas crecen y
se desarrollan los frutos finales que conocemos como pecados.
La raíz de todos
los males del hombre en cualquiera de sus manifestaciones pecaminosas es la
soberbia. No es exagerado decir que todos los pecados tienen el origen común de
la soberbia.
Una vez se empieza su gestación, podrán tomar diferentes caminos y
formas, pero todos los pecados la tienen por madre común. La libertad de
Lucifer fue puesta a prueba.
Era una hermosa criatura salida de las manos de
Dios, pero criatura al fin y al cabo, que quiso ser como Dios; su soberbia le
gastó una mala jugada y cayó.
Del mismo modo el hombre cayó en la trampa del
Diablo que le ofreció ser como Dios.
Ambos fueron víctimas del mismo mal, la soberbia.
Como dice San Agustín: “Tanto
pudo la soberbia humana, que necesitó de la humildad divina para curarse”
(Sermón 183).
Cuando el hombre se deja llevar por la soberbia se sitúa frente a
Dios y en cierto modo tiene el atrevimiento de declararle la guerra. A partir
de ahí es capaz de toda clase de aberraciones.
·
El soberbio no sólo se niega a
someterse a Dios, sino que pretende apropiarse de los atributos de Dios. Es
evidente la arrogancia de Faraón que dice a Moisés: “¿Quién es Yahveh para que yo escuche su voz y deje salir a Israel? No
conozco a Yahveh y no dejaré salir a Israel” (Ex 5,2).
·
El soberbio se atribuye a sí mismo
la gloria de sus obras, como si Dios no estuviera detrás de todas ellas, y dice
como Nabucodonosor: “¿No es ésta la gran
Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con el poder de mi
fuerza y para la gloria de mi majestad?” (Dn 4,27). La soberbia es
menosprecio de Dios y cuando alguien se atribuye las buenas acciones a sí mismo
y no a Dios, lo que hace es negar a Dios.
·
Un autor de nuestros días ha
escrito lo siguiente: “Como raíz y madre de todos los desórdenes, de ella proceden,
de manera más o menos directa o inmediata, todos los demás pecados. Todos
tienen por objeto, en su fondo sustancial, el propio egoísmo, la satisfacción
de nuestros propios gustos y caprichos, aunque sea enteramente de espaldas a
Dios” (A. Royo Marín, Teología moral para seglares, I, 507).
·
Y otro autor antiguo, San Gregorio
Magno, escribió: “La soberbia es la reina de los vicios” (Moralia, 31).
La palabra
revelada no ha pasado por alto la presencia de la soberbia en el mundo porque,
queramos o no, está presente de modo más o menos pronunciado en las acciones de
los hombres, tanto personales como colectivas.
§ El hombre tiene a verse como autor de obras que no le corresponden.
Moisés avisa a Israel del peligro de dejarse llevar por la soberbia y apropiarse
de las obras de Dios: “No digas en tu
corazón: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi mano me han creado esta
prosperidad’ sino acuérdate del Señor tu
Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad” (Dt
8,17-18),
§ También los sabios escribieron acerca de la maldad de la soberbia y sus
peligros: “La soberbia y la arrogancia y
el camino malo y la boca torcida yo aborrezco” (Pr 8,13). Avisaron de que
Dios “con los arrogantes es también
arrogante” (Pr 3,34), y de que “la
arrogancia precede a la ruina; el espíritu altivo a la caída” (Pr 16,18).
§ La segunda venida del Señor estará precedida por un crecimiento de la
soberbia: “Primero tiene que venir la
apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario
que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto,
hasta el extremo de sentarse él mismo en
el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios” (2 Ts 2,3-4).
§ Como opuestos son la humildad y la soberbia así es el tratamiento que
Dios da a unos y otros: “A los fieles protege el Señor, pero
devuelve muy sobrado al que obra por orgullo” (Sal 31,24).
No
podemos penetrar la profundidad de tanta maldad como hay en la soberbia, pero
podemos deducir su gravedad sobre todo viendo cómo trata Dios a los soberbios:
cómo trató al Lucifer y los ángeles que le secundaron, cómo trató a Adán y Eva,
(Gn 3), cómo pagó Faraón de Egipto su altivez y su resistencia a la voluntad de
Dios (Éxodo, capítulos. 7 a 14), de qué modo trató Dios con la soberbia de
Nabucodonosor (Daniel, 2 a 4), etc. Y es que, antes o después, siempre se
cumple la palabra revelada: “El que se
ensalce, será humillado” (Mt 23,12).
Como opuestos son la humildad y la soberbia así es el tratamiento que Dios da a unos y otros: “A los fieles protege el Señor, pero devuelve muy sobrado al que obra por orgullo” (Sal 31,24).
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ResponderBorrarEl pecado personal parte de una actitud interior y libre del hombre y de su decisión de no someterse a Dios o de no relacionarse con él al modo de Dios, sino según sus propios criterios, deseos y decisiones.