martes, 14 de julio de 2015

LA RAÍZ DE TODO PECADO




 

        LA SOBERBIA, RAÍZ DE TODO PECADO

 

Como la relación entre la raíz y los frutos de un árbol, así es la que hay entre la soberbia y el pecado

 
A consecuencia del primer pecado la Humanidad perdió dones y prerrogativas que Dios había dado al hombre al crearlo, pero los seres humanos somos todos pecadores a partir de nuestra libertad y añadimos nuevas situaciones a la ya creada con el pecado original.

Estamos en inferioridad de condiciones en relación a los primeros pecadores de la historia, porque no hemos conocido el estado de justicia original en el que fueron creados, pero también es cierto que Dios mantuvo al hombre como ser libre después del primer pecado, y es ésta facultad de la voluntad la que nos coloca ante la posibilidad de rebelarnos –de pecar- personalmente contra Dios mediante libres decisiones personales.

No hay pecado sin libertad; más aún, cualquier intento de explicar el pecado no puede hacerse sin una referencia a la libertad del hombre.

El pecado personal parte de una actitud interior y libre del hombre y de su decisión de no someterse a Dios o de no relacionarse con él al modo de Dios, sino según sus propios criterios, deseos y decisiones.

Éste es el punto de partida del pecado personal.

El pecado es el resultado final, el producto acabado de un proceso que parte del corazón, que es la fuente de lo bueno y lo malo.
 
Los actos, los deseos, los pensamientos desordenados dan forma –cada uno a su modo- al pecado, lo materializan, le dan cuerpo.
 
El pecado es el fruto del árbol del corazón que lo engendra, lo nutre, lo cuida y le da forma. Visto así, el hombre pecador es una especie de árbol más o menos frondoso, dispuesto a producir frutos abundantes de pecado siempre que se den las condiciones apropiadas.
 
Y como sucede en el árbol, donde las raíces tienen una gran importancia, ya que sin ellas el árbol no tendría vida, también el pecador es sostenido por una raíz poderosa y profunda, que es la soberbia.
 
Soporta toda la carga del pecado y proporciona toda la sabia necesaria para el crecimiento del árbol y la posterior producción de fruto. 
 
Pero también es necesario, para que éste se pueda producir, que el árbol tenga ramas suficientes y suficientemente sanas y poderosas para ofrecer el fruto final que sólo ellas pueden proporcionar.
 
Estas ramas, que soportan la producción de fruto, son sobre todo actitudes del corazón soberbio que reciben nombres especiales como idolatría, rebeldía, desobediencia, infidelidad, impiedad...  De ellas y en ellas crecen y se desarrollan los frutos finales que conocemos como pecados.

La raíz de todos los males del hombre en cualquiera de sus manifestaciones pecaminosas es la soberbia. No es exagerado decir que todos los pecados tienen el origen común de la soberbia.
 
Una vez se empieza su gestación, podrán tomar diferentes caminos y formas, pero todos los pecados la tienen por madre común. La libertad de Lucifer fue puesta a prueba.
 
Era una hermosa criatura salida de las manos de Dios, pero criatura al fin y al cabo, que quiso ser como Dios; su soberbia le gastó una mala jugada y cayó.
 
Del mismo modo el hombre cayó en la trampa del Diablo que le ofreció  ser como Dios. Ambos fueron víctimas del mismo mal, la soberbia.
 
Como dice San Agustín: “Tanto pudo la soberbia humana, que necesitó de la humildad divina para curarse” (Sermón 183).
 
Cuando el hombre se deja llevar por la soberbia se sitúa frente a Dios y en cierto modo tiene el atrevimiento de declararle la guerra. A partir de ahí es capaz de toda clase de aberraciones.

·         El soberbio no sólo se niega a someterse a Dios, sino que pretende apropiarse de los atributos de Dios. Es evidente la arrogancia de Faraón que dice a Moisés: “¿Quién es Yahveh para que yo escuche su voz y deje salir a Israel? No conozco a Yahveh y no dejaré salir a Israel” (Ex 5,2).

·         El soberbio se atribuye a sí mismo la gloria de sus obras, como si Dios no estuviera detrás de todas ellas, y dice como Nabucodonosor: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con el poder de mi fuerza y para la gloria de mi majestad?” (Dn 4,27). La soberbia es menosprecio de Dios y cuando alguien se atribuye las buenas acciones a sí mismo y no a Dios, lo que hace es negar a Dios.

·         Un autor de nuestros días ha escrito lo siguiente: “Como raíz y madre de todos los desórdenes, de ella proceden, de manera más o menos directa o inmediata, todos los demás pecados. Todos tienen por objeto, en su fondo sustancial, el propio egoísmo, la satisfacción de nuestros propios gustos y caprichos, aunque sea enteramente de espaldas a Dios” (A. Royo Marín, Teología moral para seglares, I, 507).

·         Y otro autor antiguo, San Gregorio Magno, escribió: “La soberbia es la reina de los vicios” (Moralia, 31).

La palabra revelada no ha pasado por alto la presencia de la soberbia en el mundo porque, queramos o no, está presente de modo más o menos pronunciado en las acciones de los hombres, tanto personales como colectivas.

§  El hombre tiene a verse como autor de obras que no le corresponden. Moisés avisa a Israel del peligro de dejarse llevar por la soberbia y apropiarse de las obras de Dios: “No digas en tu corazón: ‘Mi propia fuerza y el poder de mi mano me han creado esta prosperidad’  sino acuérdate del Señor tu Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad” (Dt 8,17-18),

§  También los sabios escribieron acerca de la maldad de la soberbia y sus peligros: “La soberbia y la arrogancia y el camino malo y la boca torcida yo aborrezco” (Pr 8,13). Avisaron de que Dios “con los arrogantes es también arrogante” (Pr 3,34), y de que “la arrogancia precede a la ruina; el espíritu altivo a la caída” (Pr 16,18).

§  La segunda venida del Señor estará precedida por un crecimiento de la soberbia: “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el  extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios”  (2 Ts 2,3-4).

§  Como opuestos son la humildad y la soberbia así es el tratamiento que Dios da a unos  y otros: “A los fieles protege el Señor, pero devuelve muy sobrado al que obra por orgullo” (Sal 31,24).

No podemos penetrar la profundidad de tanta maldad como hay en la soberbia, pero podemos deducir su gravedad sobre todo viendo cómo trata Dios a los soberbios: cómo trató al Lucifer y los ángeles que le secundaron, cómo trató a Adán y Eva, (Gn 3), cómo pagó Faraón de Egipto su altivez y su resistencia a la voluntad de Dios (Éxodo, capítulos. 7 a 14), de qué modo trató Dios con la soberbia de Nabucodonosor (Daniel, 2 a 4), etc. Y es que, antes o después, siempre se cumple la palabra revelada: “El que se ensalce, será humillado” (Mt 23,12).

2 comentarios:

  1. Como opuestos son la humildad y la soberbia así es el tratamiento que Dios da a unos y otros: “A los fieles protege el Señor, pero devuelve muy sobrado al que obra por orgullo” (Sal 31,24).

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  2. No hay pecado sin libertad; más aún, cualquier intento de explicar el pecado no puede hacerse sin una referencia a la libertad del hombre.

    El pecado personal parte de una actitud interior y libre del hombre y de su decisión de no someterse a Dios o de no relacionarse con él al modo de Dios, sino según sus propios criterios, deseos y decisiones.

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