EFECTOS DE LA ADORACIÓN
Introduce
en la adoración celestial
Por la palabra revelada sabemos que Dios recibe el culto de los seres espirituales que le fueron fieles en la prueba y participan de su gloria desde que fueron creados.
El Apocalipsis nos habla de
los innumerables ángeles que le dan culto en su presencia, sin velos ni
limitaciones, desde que fueron creados, permaneciendo en actitud constante de
alabanza o adoración mientras proclaman la grandeza del que está sentado en el
Trono y del Cordero.
Pero no son los únicos. A su lado, en comunión
del espíritu más que en aproximación física, se encuentra la multitud de los
bienaventurados “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda
nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero,
vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap 7,9).
Son
los que proceden de la tierra, aquellos que, llegados de la gran tribulación, “han
lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto
están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario”
(Ap 7,14-15).
A estos se les van agregando día a día los que
han llevado a cabo con celo su misión en la tierra y se han mantenido fieles al
Señor que los llamó y los honró con su llamada para trabajar en la restauración
del Reino del Padre como discípulos suyos, los que vivieron en obediencia a su
Palabra y en docilidad a su Espíritu.
Estos son los que entran a participar del
gran banquete después de oír de labios de su Señor las palabras más hermosas
que un discípulo puede oír al final de su carrera: “Siervo bueno y fiel
[...] entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25,21).
Pero no termina todo aquí. La adoración al que
está en el trono y al Cordero está al alcance de todos los seres racionales y
libres que vivimos en la tierra.
Más aún, es una necesidad que tenemos como
criaturas, porque nuestro corazón y nuestras necesidades fundamentales de hijos
de Dios sólo las podemos satisfacer en él.
Y junto con los hombre, aunque de modo
distinto, todas las criaturas están llamadas a dar gloria a Dios, aunque sólo
sea como testigos de su poder, de su hermosura, de su sabiduría, de su
providencia, etc.
En la visión de Juan “toda criatura, del cielo, de la
tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos, oí que
respondían: ‘Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor,
gloria y potencia por los siglos de los siglos’. Y los cuatro Vivientes decían:
‘Amén’; y los Ancianos se postraron para adorar” (Ap 5,13-14).
Nosotros
somos parte de esas criaturas de la tierra y a nosotros nos alcanzan aquellas
palabras que Jesús recordó a Satanás: “Está escrito: ‘Al Señor tu Dios
adorarás, y sólo a él darás culto” (Mt 4,10)
Hay adoración en el cielo, hay adoración de
criaturas en el universo, y hay adoración de los hombres a Dios.
La adoración
celestial es necesaria por la fuerza de la presencia, la alabanza de las
criaturas es inconsciente, pero la adoración de los hombres que todavía estamos
en este mundo es libre y en fe, dos cualidades que probablemente deben hacer de
nuestra adoración algo diferente y precioso para Dios, cuando somos capaces de
adorar en espíritu y en verdad.
Cuando la vida acabe, la adoración libre se
habrá acabado, porque toda adoración llevará el sello de la eternidad, pero no
hay duda de que algo muy especial se habrá perdido: la posibilidad de adorar al
Dios uno y trino desde la libertad de los hijos de Dios alimentada y sostenida
por la fe que tanto agrada a Dios.
Que el Espíritu de Jesús, que nos capacita
para las obras espirituales, nos hace templos de la Trinidad y nos dirige día a
día hacia la plenitud de la adoración celestial, ponga en nuestros corazones
hambre y sed de adoración y nos enseñe a adorar a nuestro Dios en comunión con
los justos de la tierra, los bienaventurados del cielo y los ángeles que en “miríadas
de miríadas y millares de millares claman con fuerte voz: ‘Digno es el Cordero
degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor,
la gloria y la alabanza” (Ap 5,11-14).
Y que la fe que es “prueba de las
realidades que no se ven” (Hb 11,1) nos introduzca entre los adoradores
celestiales para poner nuestro granito de arena en la adoración universal que
merece el único Dios Verdadero. Amén.
Que el Espíritu de Jesús, que nos capacita para las obras espirituales, nos hace templos de la Trinidad y nos dirige día a día hacia la plenitud de la adoración celestial, ponga en nuestros corazones hambre y sed de adoración y nos enseñe a adorar a nuestro Dios en comunión con los justos de la tierra, los bienaventurados del cielo y los ángeles que en “miríadas de miríadas y millares de millares claman con fuerte voz: ‘Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5,11-14).
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