«Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre
ustedes, y serán mis testigos (...) hasta los confines de la tierra »
(Hech 1,8).
Estas son las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles
antes de ascender al Cielo. Había llevado a cabo la misión que el Padre le
había confiado: había vivido, muerto y resucitado para liberar a la humanidad
del mal, reconciliarla con Dios, unificarla en una sola familia. Ahora, antes
de volver al Padre, confía a sus discípulos la tarea de continuar su obra y ser
sus testigos en el mundo entero.
Bien sabe Jesús que la empresa está infinitamente por encima
de sus capacidades, y por eso promete el Espíritu Santo. Cuando el Espíritu
descienda sobre ellos, en Pentecostés, transformará a los simples y temerosos
pescadores de Galilea en valientes anunciadores del Evangelio. Nada los podrá
detener. A todos los que quieran impedirles su testimonio les dirán: “Nosotros
no podemos callar lo que hemos visto y oído”1.
Jesús, a través de los apóstoles, confía la misión del
testimonio a la Iglesia entera. Esa fue la experiencia de la primera comunidad
cristiana de Jerusalén que, viviendo “con alegría y sencillez de corazón”,
todos los días atraía a nuevos miembros2. Fue la experiencia de la primera
comunidad del apóstol Juan, que anunciaban lo que habían oído, lo que habían
visto con sus ojos, lo que habían contemplado y lo que sus manos habían tocado,
es decir, el Verbo de la vida...3.
Con el bautismo y la confirmación también nosotros hemos
recibido el Espíritu Santo que nos impulsa a dar testimonio y a anunciar el
Evangelio. También a nosotros Jesús nos asegura:
«Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre
ustedes, y serán mis testigos (...) hasta los confines de la tierra »
El es el don del Señor resucitado. Habita en nosotros como
en su templo, nos ilumina y nos guía. Es el Espíritu de verdad que hace
comprender las palabras de Jesús, las vuelve vivas y actuales, enamora de la
Sabiduría, sugiere lo que tenemos que decir y cómo decirlo. Es el Espíritu de
Amor que inflama con su mismo amor, nos hace capaces de amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma, todas las fuerzas, y de amar a todos los que se
cruzan en nuestro camino. Es el espíritu de fortaleza que infunde valentía y
fuerza para ser coherentes con el Evangelio y dar siempre testimonio de la
verdad. Sólo con el fuego del amor que él infunde en nuestros corazones podemos
cumplir la gran misión que Jesús nos confía:
«...serán mis testigos»
¿Cómo ser testigos de Jesús? Viviendo la vida nueva que él
ha traído a la tierra, el amor, y mostrando sus frutos. Debo seguir al Espíritu
Santo que, cada vez que encuentro a un hermano o una hermana, me dispone a
“hacerme uno” con él o con ella, a servirlos a la perfección, que me da la
fuerza de amarlos si de algún modo son enemigos; que enriquece mi corazón de
misericordia para saber perdonar y para comprender sus necesidades; que me hace
sentir la importancia de comunicar, cuando es oportuno, las cosas más hermosas
de mi alma.
A través de mi amor, es el amor de Jesús el que se revela y
se trasmite. Sucede como con una lente que recoge los rayos del sol:
acercándole una pajita, ésta se quema porque los rayos, al concentrarse, hacen
que la temperatura se eleve. En cambio, si se pone la pajita directamente
delante del sol, ésta no se enciende. Lo mismo pasa a veces con las personas.
Es como si permanecieran indiferentes, apagados, ante la religión, pero a veces
–porque Dios lo quiere- se encienden ante una persona que comparte su
experiencia del amor de Dios, porque esa persona hace las veces de lente que
recoge los rayos y enciende e ilumina.
Con ese amor y por ese amor de Dios en el corazón se puede
llegar lejos, y compartir con muchísimas otras personas el propio
descubrimiento:
«(...) hasta los confines de la tierra »
Los “confines de la tierra” no son solamente los
geográficos. También indican, por ejemplo, personas cercanas a nosotros que no
han tenido todavía la alegría de conocer verdaderamente el Evangelio. Hasta
allí debe llegar nuestro testimonio.
Además queremos vivir la “regla de oro”, presente en todas
las religiones: hacer a los demás lo que quisiéramos que se nos hiciera a
nosotros.
Por amor a Jesús se nos pide “hacernos uno” con cada uno, en
el olvido completo de uno mismo, hasta que el otro, dulcemente herido por el
amor de Dios en nosotros, querrá “hacerse uno” con nosotros, en un intercambio
recíproco de ayudas, de ideales, de proyectos, de afectos. Sólo entonces
podremos dar la palabra, y será un regalo, en la reciprocidad del amor.
Que Dios nos haga sus testigos delante de los hombres para
que Jesús, en el Cielo –como nos ha prometido- salga de testigo por nosotros
delante de su Padre.
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