Palabra
de vida
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"Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes,
pidan lo que quieran y lo obtendrán" (Jn 15, 7)
El discurso de despedida, después de la última cena, está cargado de enseñanzas y recomendaciones que, con sentimientos de hermano y de padre, Jesús le da a los suyos de todos los siglos.
Si todas sus palabras son divinas, éstas ciertamente tienen acentos
particulares, dado que con ellas el Maestro y Señor condensa su doctrina de
vida en un testamento que luego será la carta magna de las comunidades
cristianas.
Acerquémonos entonces a la Palabra de vida de este mes, que
precisamente forma parte del testamento de Jesús, con el deseo de descubrir su
sentido profundo y escondido, para poder darle ese sentido a toda nuestra vida.
Lo primero que salta a la vista, al leer este capítulo de Juan, es la
imagen de la vid y los sarmientos, tan familiares a un pueblo que por siglos
cultivaba y cultiva viñedos.
Sabían perfectamente que sólo una rama bien
adherida al tronco podía cargarse de racimos jugosos. En cambio, la que se
cortaba, terminaba por secarse y morir.
No había una imagen más fuerte para
ilustrar la naturaleza de nuestro vínculo con Cristo.
Pero en esta página del Evangelio hay también otra palabra que resuena
con insistencia: "permanecer", es decir, estar sólidamente vinculados
e íntimamente injertados en él, como condición para recibir la savia vital que
nos hace vivir de su misma vida.
"Permanezcan en mí y yo en ustedes",
"Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto". "Quien no
permanece en mí, será desechado" (Cf Jn 15, 14 y ss).
Este verbo
"permanecer" debe tener, por lo tanto, un significado y un valor
esenciales para la vida cristiana"
"Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes,
pidan lo que quieran y lo obtendrán".
"Si". Este "si" indica una condición que a nadie le
sería posible observar si antes Dios no hubiera salido a su encuentro. Es más:
si no hubiera descendido en la humanidad al punto de hacerse una sola cosa con
ella.
Se podría decir que es él el que primero se injerta en nuestra carne con
el bautismo y la vivifica con su gracia.
Depende de nosotros, después, que
realicemos en nuestra vida, con la fuerza del Espíritu Santo, lo que ha obrado
el bautismo y descubramos las inagotables riquezas que nos ha traído.
¿Cómo? Viviendo la Palabra, haciéndola fructificar y haciendo que
resida en forma estable en nuestra existencia.
Permanecer en él significa hacer
que sus palabras permanezcan en nosotros, no como piedras en el fondo de un
pozo, sino como semillas en la tierra, para que a su tiempo germinen y den
fruto.
Pero permanecer en él significa, sobre todo - como el mismo Jesús lo
explica en este pasaje del Evangelio- permanecer en su Amor (Cf Jn 15, 9).
Esta
es la savia vital que asciende desde las raíces, por el tronco, hasta las ramas
más distantes.
Es el Amor lo que nos une vitalmente a Jesús, lo que nos hace
una misma cosa con él, como miembros - diríamos hoy- "transplantados"
en su cuerpo; y el amor consiste en vivir sus mandamientos, que se resumen
todos en ese nuevo y gran mandamiento del amor recíproco.
Además, casi como para darnos una seguridad, para que podamos tener una
prueba de que estamos injertados en él, nos promete que cualquier pedido
nuestro será escuchado.
"Si
ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que
quieran y lo obtendrán".
Si es él el que pide, no puede dejar de obtener. Y si nosotros somos
una misma cosa con él, será él mismo el que estará pidiendo en nosotros.
Por lo
tanto, si nos ponemos a orar y a pedirle algo a Dios, preguntémonos primero
"si" hemos vivido la Palabra, si nos hemos mantenido siempre en el
amor.
Preguntémonos si somos sus palabras vivas, si somos un signo concreto de
su amor por todos y por cada uno de los que encontramos. Puede ser también que
se pidan gracias, pero sin ninguna intención de adecuar nuestra vida a lo que
Dios pide.
¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase?
Esta oración, ¿no sería
quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo, por
medio de su Espíritu Santo en nosotros, el que sugiriera los pedidos a su
Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada
preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que
vivimos, sino él en nosotros.
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¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase?
ResponderBorrarEsta oración, ¿no sería quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo, por medio de su Espíritu Santo en nosotros, el que sugiriera los pedidos a su Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que vivimos, sino él en nosotros