PROMESA DE RESTAURACIÓN
Nuestro Dios, que es
infinito en amor, no quiso dejar al hombre abandonado a su suerte, a pesar de
todo.
Cuando reflexionamos en el origen del
pecado y sus devastadores efectos en la persona y en la Humanidad entera, tenemos
la sensación de encontrarnos ante un cataclismo de magnitud excepcional, y en
realidad es así.
Pero a partir de aquí tenemos dos soluciones: podemos
quedarnos dando vueltas al problema o podemos seguir profundizando en su
evolución y, sobre todo, en la búsqueda de la intervención de Dios. ¿Abandonó
Dios el proyecto del hombre después que éste se reveló contra él o, por el
contrario, se implicó en los acontecimientos originados por el pecado?
Afortunadamente Dios, que en su sabiduría
infinita, conocía de antemano los acontecimientos y aquel aparente fracaso, no
abandonó al hombre a su suerte, sino que quiso declararse parte de la situación
y prometer su intervención para deshacer el entuerto al que el hombre había
dado origen.
Por eso, no debemos quedarnos con el sabor amargo del drama del
pecado original, sino recordar que desde un principio Dios prometió venir en
ayuda del hombre, cuando dirigiéndose al tentador le dijo: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje:
él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gn 3,14).
La
voluntad salvadora de Dios se mostró más fuerte que el poder del pecado y
empezó a manifestarse y actuar a favor del hombre desde el principio.
La caída
no se resuelve con el castigo, aunque éste existe, sino con una promesa de
salvación, la primera que se escuchó en la historia.
A partir de ese momento,
la historia del hombre es historia de salvación, y la voluntad salvífica de
Dios es una constante en su relación con el pueblo escogido, Israel, en el que
empieza a manifestar su poder salvador y al que convierte en vehículo histórico
para que la salvación prometida alcance a todos los hombres.
En cierto modo
podríamos decir que al lado de la mala noticia del pecado del hombre nace la
buena noticia de la salvación y la redención de su raza.
Todas las obras de poder con que Dios salva a Israel a lo largo de su historia son importantes, pero es más importante la promesa de salvación final que los profetas van anunciando y que tendrá lugar con la llegada del gran Salvador, con el que vendrán tiempos nuevos y de grandeza no imaginada antes.
Estas promesas de salvación y restauración toman cuerpo en Jesucristo, el Hijo de Dios e hijo del hombre que, con su presencia en la tierra y la obra de redención que lleva a cabo en ella, aplica el tratamiento apropiado al mal que había entrado en el mundo por la desobediencia del hombre.
San Pablo, partiendo de la presencia de Jesucristo en la tierra y el conocimiento de su obra, qué él mismo ha experimentado tan profundamente, echa una mirada retrospectiva para resumir la historia de la salvación, fijando la atención en dos hombres, Adán y Jesucristo, al que él llama nuevo Adán: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15,45)
§ El primero abre las puertas al pecado y la condenación: “Por un solo hombre entró el pecado en el
mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres,
por cuanto todos pecaron” (Rm 5,12).
Por el segundo viene la salvación que
el hombre estaba necesitando para escapar a la situación de esclavitud en que
le había colocado el primero “En efecto,
así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos
justos” (Rm 5,19).
§ La restauración que Jesucristo lleva a cabo devuelve al hombre a un
estado de comunión con Dios, en el que él pone a nuestro alcance bendiciones
que no hubiéramos llegado a conocer sin el desastre causado por el pecado, pues
“no sucede con el don como con las
consecuencias del pecado de uno solo; porque la sentencia, partiendo de
uno solo, lleva a la condenación, mas la
obra de la gracia, partiendo de muchos delitos, se resuelve en justificación.
En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con
cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la
justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo” (Rm 5,16-17).
Afortunadamente Dios, que en su sabiduría infinita, conocía de antemano los acontecimientos y aquel aparente fracaso, no abandonó al hombre a su suerte, sino que quiso declararse parte de la situación y prometer su intervención para deshacer el entuerto al que el hombre había dado origen.
ResponderBorrarPor eso, no debemos quedarnos con el sabor amargo del drama del pecado original, sino recordar que desde un principio Dios prometió venir en ayuda del hombre, cuando dirigiéndose al tentador le dijo: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gn 3,14).