LA
EUCARISTIA COMO PRENDA DE LA GLORIA
En
el evangelio del domingo pasado escuchamos decir a Jesús: "Yo soy el pan bajado
del cielo".
Y en el texto que acabamos de leer —prolongación del anterior—
advertimos cómo los judíos murmuraron de Jesús precisamente por haber dicho eso:
"¿Acaso éste no era Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su
madre.
¿Cómo puede decir entonces: Yo he bajado del cielo?".
No entendían esos
hombres quién era Jesús, no sabían discernir, más allá de las apariencias de su
parentela humilde, al Hijo de Dios que se había encarnado para salvarnos.
Y que
afirmaría su decisión de permanecer entre nosotros, sobre todo mediante la
Eucaristía, de la que seguirá hablando a esos judíos
incrédulos.
Acompañemos
al Señor en su enseñanza. Sigamos también nosotros hablando con El de la
Eucaristía, el sacramento de la vida.
El domingo anterior consideramos a ese
sacramento desde el punto de vista del sacrificio. "Cristo nos amó y se entregó
por nosotros —nos dice San Pablo en la epístola de hoy—, como ofrenda y
sacrificio agradable a Dios". Ese amor, esa entrega, esa ofrenda, ese
sacrificio, en cierto modo se hacen carne cada vez que se celebra la
Eucaristía.
Sin
embargo, no es ése el único aspecto de este sacramento. Porque la Eucaristía no
mira tan sólo hacia el pasado, hacia la pasión de Cristo, haciéndola presente
sobre el altar, merced a lo cual afirmamos que es un verdadero sacrificio.
Mira
también hacia el futuro, hacia el cielo, ya que es prenda de la gloria final. El
que la recibe como corresponde, vivirá para siempre. Jesús lo afirma hoy de
manera terminante a los judíos que lo rodeaban: "Yo soy el pan de vida. Vuestros
padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que
desciende del ciclo, para que aquel que lo coma no muera... El que coma de este
pan vivirá eternamente". No quiere decir, como es obvio, que la recepción de la
Eucaristía nos ahorre la muerte corporal. Nosotros comulgamos con frecuencia, y
a pesar de todo un día moriremos.
Acá se trata de la muerte espiritual, de la
muerte eterna. El pan que desciende del cielo nos libra de esa muerte y nos da
la vida indeficiente.
Porque todo alimento nutre según sus propiedades: El
alimento de la tierra alimenta para el tiempo. El alimento celestial,
particularmente Cristo, pan bajado del cielo, alimenta para la vida
eterna.
La
Eucaristía tiene, así, un respecto al futuro, a la vida que no se acaba. Porque
nosotros estamos en camino, no hemos aún llegado al término.
La Iglesia se
encuentra a la vez en posesión y en tensión. Sus miembros conocen al mismo Dios
que los santos, pero su caridad no siempre es actual.
En la celebración
litúrgica, la Iglesia peregrina posee al Señor del cielo, pero sacramentalmente,
lo que no puede satisfacerla del todo. Por eso está en situación de éxodo hacia
una maduración de lo ya adquirido.
La Eucaristía, que es como una tangencia del
tiempo y de la eternidad, construye la Iglesia pascual en estado de tránsito de
este mundo al Padre.
De
ahí que la mejor figura de la Eucaristía sea el maná, pan del caminante. El maná
acompañó al pueblo elegido durante su travesía por el desierto. Lo alimentó. Lo
fortificó. Pero una vez que ese pueblo llegó a la meta de la tierra prometida,
dejó de caer.
Así sucede y sucederá con la Eucaristía. Nos acompaña en nuestro
camino por este desierto que es el mundo. Nos alimenta. Nos da fuerzas. Pero
cesará una vez alcanzada la meta del cielo.
Algo
parecido a lo que se nos relató en la primen lectura de hoy, a propósito de
Elías: cuando tras un largo trajinar, el profeta se sintió cansado hasta el
agotamiento, fue confortado con el pan que le trajeron los ángeles y, así,
"fortalecido por ese alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la
montaña de Dios, el Horeb". Nuestro Horeb es el cielo. Hasta allí, hasta ese
umbral, nos acompañará el pan bajado del cielo.
Pero
hay más. La Eucaristía no sólo nos acompaña en nuestra peregrinación al cielo
sino que, en cierto modo, ya desde ahora siembra algo de "cielo" en nuestro
interior.
Porque en la Eucaristía recibimos a Cristo paciente y glorioso. En
cuanto paciente nos aplica el fruto de su Pasión. En cuanto glorioso nos
comunica el germen de su Resurrección.
Por eso es efecto de la Eucaristía la
aniquilación de la muerte, que Cristo destruyó al morir, y la restauración de la
vida, que el Señor obró al resucitar.
Comer al Cristo glorioso es alimentarse de
cielo. Su cuerpo resucitado, al penetrar en nuestro cuerpo, abocado a la muerte,
va sembrando en él semillas de gloria.
El Cristo vencedor, al dejarse asimilar
por el que lo recibe, se convierte en "principio de resurrección, frenando en El
la descomposición de la naturaleza'', como enseña San Gregorio de Nyssa.
Y San Ireneo escribía: "Como el grano de trigo que cae en la
tierra, se descompone, pura levantarse luego, multiplicarse y servir después
para el uso de los hombres, y finalmente, recibiendo la Palabra de Dios hacerse
Eucaristía; así nuestros cuerpos, alimentados por la Eucaristía y depositados en
la tierra, donde sufren la descomposición, se levantaran en el tiempo designado
y se revestirán de inmortalidad".
Porque el día en que el Señor vuelva, al fin de la historia,
ese día la Eucaristía se habrá vuelto innecesaria, así como todo el orden
sacramental.
Para señalar la referencia de la misa a la Parusía del Señor, la
Iglesia ha incluido en el ritual eucarístico diversas alusiones a la segunda
venida de Jesús. Por ejemplo, en la aclamación que sigue a la fórmula consecratoria: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección, ven, Señor Jesús".
Al decir "Ven, Señor Jesús", no nos estamos
refiriendo a la venida sacramental del Señor, porque ya se ha hecho presente
sobre el altar, sino que aludimos a su venida final, en la consumación de los
tiempos.
Asimismo, en la oración que sigue al Padrenuestro, el celebrante pide
al Señor que nos libre de todos los males y nos dé la paz en los días de nuestra
vida terrenal, "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo".
Se celebra, por tanto, la Eucaristía "hasta que el Señor venga".
Más aún, en cierto modo se celebra "para que el Señor venga", para que apresure
su venida. No se trata tan sólo de una simple espera, sino de una súplica
ardiente por su Parusía final.
Comenzaremos
ahora la liturgia de la Eucaristía, de esa admirable Eucaristía que en su mirada
al pasado, a la Pasión de Cristo, se constituye en verdadero sacrificio, y en su
mirada al futuro, a la felicidad del cielo, se constituye en prenda de gloria
eterna.
Participemos plenamente en el sacrificio, de modo que al acercarnos a
comulgar, el Señor glorioso encuentre menos obstáculos en su divina labor de ir
preparando nuestro cuerpo para la resurrección final y para la visión sin
fin
La
lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan, que nos acompaña en estos
domingos en la liturgia, nos ha llevado a reflexionar sobre la multiplicación
del pan, con el que el Señor sació a una multitud de cinco mil hombres, y sobre
la invitación que Jesús dirige a los que había saciado a buscar un alimento que
permanece para la vida eterna.
Jesús quiere ayudarles a comprender el
significado profundo del prodigio que ha realizado: al saciar de modo milagroso
su hambre física, los dispone a acoger el anuncio de que él es el pan bajado del
cielo (cf. Jn 6, 41), que sacia de modo definitivo.
También el pueblo judío, durante el largo camino en el desierto, había experimentado un pan bajado del cielo, el maná, que lo había mantenido en vida hasta la llegada a la tierra prometida.
Ahora Jesús habla de sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, capaz de mantener en vida no por un momento o por un tramo de camino, sino para siempre.
Él es el alimento que da la vida eterna, porque es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre y vino para dar al hombre la vida en plenitud, para introducir al hombre en la vida misma de Dios.
El pueblo de Israel reconocía con
claridad que la Torah era el don fundamental y
duradero de Moisés, y que el elemento basilar que lo distinguía respecto de los
demás pueblos consistía en conocer la voluntad de Dios y, por tanto, el camino
justo de la vida.
Ahora Jesús, al manifestarse como el pan del cielo, testimonia
que es la Palabra de Dios en Persona, la Palabra encarnada, a través de la cual
el hombre puede hacer de la voluntad de Dios su alimento (cf. Jn 4, 34), que orienta y sostiene la
existencia.
Entonces,
dudar de la divinidad de Jesús, como hacen los judíos del pasaje evangélico de
hoy, significa oponerse a la obra de Dios.
Afirman: «Es el hijo de José.
Conocemos a su padre y su madre» (cf. Jn 6, 42). No
van más allá de sus orígenes terrenos y por esto se niegan a acogerlo como la
Palabra de Dios hecha carne.
San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san
Juan, explica así: «Estaban lejos de aquel pan celestial, y eran incapaces de
sentir su hambre. Tenían la boca del corazón enferma...
En efecto, este pan
requiere el hambre del hombre interior» (26, 1). Y debemos preguntarnos si
nosotros sentimos realmente esta hambre, el hambre de la Palabra de Dios, el
hambre de conocer el verdadero sentido de la vida.
Sólo quien es atraído por
Dios Padre, quien lo escucha y se deja instruir por él, puede creer en Jesús,
encontrarse con él y alimentarse de él y así encontrar la verdadera vida, el
camino de la vida, la justicia, la verdad, el amor. San Agustín añade: «El Señor
afirmó que él era el pan que baja del cielo, exhortándonos a creer en él.
Comer
el pan vivo significa creer en él. Y quien cree, come; es saciado de modo
invisible, como de modo igualmente invisible renace (a una vida más profunda,
más verdadera), renace dentro, en su interior se convierte en hombre nuevo».
Invocando
a María santísima, pidámosle que nos guíe al encuentro con Jesús para que
nuestra amistad con él sea cada vez más intensa; pidámosle que nos introduzca en
la plena comunión de amor con su Hijo, el pan vivo bajado del cielo, para ser
renovados por él en lo más íntimo de nuestro ser.
En este Evangelio se nos narra que los judíos se escandalizaron de la predicación de Jesús.
Esto me da pie para hablar de los que hoy se escandalizan de Jesús. Se apartan
de Él. Rechazan su doctrina.
Este rechazo es más por su doctrina moral que por razones intelectuales.
Pocas personas rechazan la religión por motivos intelectuales. Yo jamás he oído
a nadie que tenga dificultades contra el dogma de la Santísima Trinidad.
Nadie
me ha dicho: «Yo creo que en Dios hay cinco Personas. Tres me parecen pocas». A
la gente le es igual que en Dios haya tres Personas o cinco.
A la gente lo que le molesta es la moral católica: - Que sea inmoral el
adulterio en un mundo que aplaude los adulterios de las personas famosas.
Que
sea inmoral el aborto, ASESINATO DE INOCENTES, en un mundo que hace leyes
permitiendo que las madres maten a sus hijos, porque los no nacidos no votan, y
a muchos que votan les gusta poder abortar para deshacerse de los hijos no
deseados.
Que sea inmoral el divorcio en un mundo que no quiere compromisos
estables, sino que quiere hacer en cada momento lo que más le guste.
Que sean
inmorales las relaciones sexuales prematrimoniales en un mundo en el que el
libertinaje sexual se hecho normal en la juventud, etc. etc.
Muchos quieren que la DOCTRINA DE JESUCRISTO se acomode a las modas del momento ,
y esto no puede ser. La DOCTRINA DE JESUCRISTO es eterna, porque es la verdad, y
la verdad no cambia con las modas.
VER VIDEO
San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, explica así: «Estaban lejos de aquel pan celestial, y eran incapaces de sentir su hambre. Tenían la boca del corazón enferma...
ResponderBorrarEn efecto, este pan requiere el hambre del hombre interior» (26, 1). Y debemos preguntarnos si nosotros sentimos realmente esta hambre, el hambre de la Palabra de Dios, el hambre de conocer el verdadero sentido de la vida.
Sólo quien es atraído por Dios Padre, quien lo escucha y se deja instruir por él, puede creer en Jesús, encontrarse con él y alimentarse de él y así encontrar la verdadera vida, el camino de la vida, la justicia, la verdad, el amor. San Agustín añade: «El Señor afirmó que él era el pan que baja del cielo, exhortándonos a creer en él.
Comer el pan vivo significa creer en él. Y quien cree, come; es saciado de modo invisible, como de modo igualmente invisible renace (a una vida más profunda, más verdadera), renace dentro, en su interior se convierte en hombre nuevo».