sábado, 1 de agosto de 2015

EMOCIONES NEGATIVAS

Cómo vencer las emociones negativas



 
 
 
 
 

 




Con mucha frecuencia recibimos cartas de radioescuchas que confiesan tener serios problemas familiares.

Uno de los comentarios más comunes de quienes nos escriben es que sus emociones los traicionan y les impiden ser felices. Hay esposas que dicen: "Mi esposo me fue infiel hace años.

Después se arrepintió, y yo lo perdoné.

Pero nunca lo he podido volver a querer como antes. No siento el amor que quisiera tener por él, aunque sé que nunca más ha vuelto a caer. No puedo evitarlo..."

En otra carta, cierto joven declara: "No puedo hablar con mi padre, porque cuando él no me comprende y se vuelve obstinado, me enojo tanto que no puedo hablarle, y mejor me callo antes de decirle alguna grosería".

Podríamos citar un ejemplo tras otro de personas que sufren mucho porque se sienten arrastradas, casi dominadas por las emociones.

Muchas veces ni se dan cuenta de que se han convertido en esclavas de las mismas. Consideran su proceder lo más natural del mundo.

Otros, como los que acabamos de citar, quisieran controlar sus emociones y sentimientos negativos, pero no pueden.

¿Cuál es la posición que debemos adoptar frente a nuestras emociones, para vivir como seres responsables y maduros, sin causar sufrimientos innecesarios a quienes nos rodean y comparten su vida con nosotros?

En primer lugar dejemos establecido un hecho fundamental: las emociones y sentimientos que de tanto en tanto embargan nuestro ánimo son productos legítimos de nuestra existencia, y debemos reconocerlos como partes integrantes de nuestra personalidad.

¿En qué nos basamos para afirmar esto?

Simplemente en que la Palabra de Dios, la fuente infalible de toda sabiduría, nos enseña que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.

Y siendo esto así, nuestra naturaleza emocional tiene que parecerse a la de nuestro Padre celestial.

La Sagrada Escritura describe el carácter de Dios, con el fin de que lo podamos imitar.

La enseñanza más clara que encontramos en las páginas sagradas referente a la naturaleza de Dios es la que se menciona en 1 S. Juan 4,8, donde dice: "Dios es amor".

Esto quiere decir que nuestro Padre celestial es un Ser capaz de sentir emociones muy profundas, como son las que envuelve el amor. Y en Proverbios 6,16 dice: "Seis cosas aborrece Dios, y aun siete abomina su alma".

Así que Dios no sólo es capaz de sentir amor, sino también de aborrecer, y bien sabemos que el aborrecimiento es una emoción que, por lo general, se considera negativa.

En otros pasajes la Escritura habla de los "celos" que Dios siente cuando le somos infieles, y de la "ira" que lo embarga cuando los seres humanos se rebelan abiertamente contra él.

Si quisiéramos comprender más plenamente esta verdad tendríamos que pensar en el ejemplo de nuestro Señor Jesús, quien a lo largo de su vida sintió alegría y tristeza, amor, ira, pena, compasión y muchas otras emociones que consideramos típicamente humanas.

No debemos, entonces, creer que sentir alguna de estas emociones básicas es pecado. No.

El pecado consiste en darles un lugar que no les corresponde en nuestra vida.

En otras palabras, el problema estriba en permitir que nuestras emociones se hagan destructivas y gobiernen nuestra voluntad sin estar bajo el dominio de la razón.

Entonces sí que surgen dificultades en nuestro camino.

Las emociones se vuelven destructivas cuando las colocamos al servicio de intenciones y propósitos incorrectos.

Volvamos a considerar el carácter de Dios. Es cierto que nuestro Padre celestial siente ira en ciertas ocasiones.

Sin embargo, en las descripciones que se hacen de él, se nos enseña que es "tardo para la ira, y grande en misericordia" (Éxodo 34: 6), y que "se duele del castigo" (Joel 2,13).

Es evidente entonces, que en el caso de nuestro Dios, sus emociones están firmemente controladas por su razón y voluntad. Aun su amor está controlado por su razón, ya que si necesitamos disciplina, no vacila en administrarla, a pesar de que, como ya hemos visto, le duele tener que castigarnos.

Pero si las emociones son legítimas, ¿por qué entonces nos causan tantos problemas?

Simplemente porque no siempre quedan bajo el control de la voluntad y de la razón y, en consecuencia, actuamos sin considerar debidamente los derechos ni los intereses ajenos. Nos volvemos egoístas y crueles, y nuestra personalidad misma se desequilibra.

Hay personas que toman un camino completamente opuesto y, sin embargo, los resultados son los mismos. Al ver cuán peligroso es dar rienda suelta a los sentimientos, los reprimen, para evitar por todos los medios expresar cualquier emoción.

Si oyen una historieta humorística, su rostro no cambia de expresión.

Si se los insulta, permanecen impasibles. Si fallece un ser querido, no lloran. Según estas personas, expresar un sentimiento, especialmente si está relacionado con la ternura o el amor, es ser débiles.

Su vida, como resultado, se empobrece, y su sistema nervioso nunca deja de estar en perpetua tensión.

La gente que se relaciona con ellos pronto comienza a evitarlos, y se encuentran poco a poco aislados, relegados, ignorados.

Es peligroso dar libre expresión a nuestras emociones, pero es igualmente inapropiado bloquear su influencia.

Para que la vida tenga calidez, para que seamos verdaderamente humanos, necesitamos reconocer que sentimos emociones, y necesitamos expresarlas de manera apropiada, con madurez propia de adultos.

Los niños necesitan que sus padres, sus tíos y sus abuelos les hagan caricias, los besen y los abracen, y, a veces, también ver un ceño severo u oír una palabra de reproche.

Y los adultos también necesitamos ver que las consecuencias de nuestras acciones se reflejan en el rostro y las reacciones de los que nos rodean.

De la misma forma, las personas con quienes tratamos necesitan ver qué reacción provocan en nosotros sus palabras o acciones, sin lo cual no puede existir la verdadera comunicación.

El sabio apóstol San Pablo nos da el siguiente consejo: "Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo" (Efesios 4,26).

Airarse no es pecado. El pecado, el mal, está en permitir que esa emoción permanezca en nuestro corazón sin ser resuelta, ya que eso "le da lugar al diablo".

Sin duda San Pablo se refiere aquí al hecho de que, si mantenemos una emoción en nuestro espíritu sin resolverla de inmediato, esa emoción comienza a ganar fuerza en nosotros, y pronto se hace tan poderosa que se adueña de nuestra voluntad.

Entonces, somos capaces de cometer cualquier barbaridad. Efectivamente, "le damos lugar al diablo", como dice el apóstol.

Recordemos el consejo de no dejar que el sol se ponga sobre nuestro enojo.

Vale la pena arreglar pronto cualquier mal entendido, cualquier discordia o desavenencia, antes de que los detalles se borren o se distorsionen en nuestra memoria.

Así, las cargas del día no se acumulan para molestarnos al día siguiente. Bien sabemos que mucha gente arrastra penosamente por los caminos de la vida cargas, no digamos del día anterior, sino de meses y aun de años atrás.

El recuerdo de ofensas recibidas, o de injusticias sufridas, o de malos tratos, reales o imaginarios, envenena la vida de multitudes que no han aprendido a no dejar que el sol se ponga sin hacer un honrado esfuerzo por llegar a un entendimiento con sus semejantes cada vez que se produce un desacuerdo entre ellos.

Antes de terminar nos permitiremos señalar un aspecto más de gran importancia en la tarea de manejar debidamente nuestra vida emocional, que es el siguiente:

Dios, al dotarnos de emociones, creó también en nuestra mente mecanismos de control que nos permiten regular el impacto que estos sentimientos y estados de ánimo hacen en nuestra voluntad y nuestra conducta.

El principal de estos mecanismos reguladores es la atención que le damos a lo que sentimos. Si alguien nos trata mal o nos dirige una palabra dura, sin duda nos sentiremos heridos.

Pero hay heridas de todas clases y tamaños, y hay gran variación en su importancia. Algunas son meros rasguños; otras necesitan cuidado inmediato.

Si al recibir una pequeña herida emocional le ponemos demasiada atención, y repasamos el incidente una y otra vez en nuestra memoria, el resultado inevitable será que el dolor, en vez de quitarse poco a poco, se irá agrandando más y más, hasta llegar al punto en que nos olvidaremos del tamaño pequeño que tenía la herida, y nos parecerá que la ofensa que la causó fue muy grave.

Habremos perdido así nuestra objetividad, nuestro sentido de proporción. Entonces el que nos ofendió, con toda justicia, podría acusarnos de ser exagerados en nuestras reacciones.

Vale la pena aprender a disminuir el tamaño y el poder que tienen en nuestro ánimo las emociones negativas y magnificar la importancia de las emociones positivas.

Como dice una inspirada escritora: "Muchos agravan el peso de la vida al cargarse continuamente de antemano con aflicciones. Si encuentran adversidad o desengaño en su camino, se figuran que todo marcha hacia la ruina, que su suerte es la más dura de todas, y que se hunden seguramente en la miseria.

La vida se vuelve una carga para ellos. Pero no es menester que así sea.

Tendrán que hacer un esfuerzo resuelto para cambiar el curso de sus pensamientos. Pero el cambio es realizable.

Su felicidad para esta vida y la venidera depende de que fijen su atención en las cosas alegres.

Dejen ya de contemplar los cuadros lóbregos de su imaginación; consideren más bien los beneficios que Dios esparció en su senda, y más allá de éstos, los invisibles y eternos"

Amigo lector, no le entregues a tus emociones las riendas de tu voluntad, perdiendo así el control sobre los efectos que causan en ti y en los demás.

Pero al reconocer su existencia y darles un lugar en tu vida, no las exageres ni distorsiones al fijarte demasiado en ellas. Decide que con la ayuda diaria del santo Espíritu de Dios, serás "tardo para la ira y grande en misericordia".

1 comentario:

  1. Si al recibir una pequeña herida emocional le ponemos demasiada atención, y repasamos el incidente una y otra vez en nuestra memoria, el resultado inevitable será que el dolor, en vez de quitarse poco a poco, se irá agrandando más y más, hasta llegar al punto en que nos olvidaremos del tamaño pequeño que tenía la herida, y nos parecerá que la ofensa que la causó fue muy grave.

    Habremos perdido así nuestra objetividad, nuestro sentido de proporción. Entonces el que nos ofendió, con toda justicia, podría acusarnos de ser exagerados en nuestras reacciones.

    Vale la pena aprender a disminuir el tamaño y el poder que tienen en nuestro ánimo las emociones negativas y magnificar la importancia de las emociones positivas.

    ResponderBorrar