miércoles, 5 de agosto de 2015

¿Y no tendría razón el buen cura?...

 
 






 
 

Un domingo cualquiera asistí a la Misa en una iglesia donde

me tocó oír a un cura encantador, que nos  decía entusiasmado

en la homilía: ¡Sí, hermanos, un día moriremos! ¡Un día

tendremos la dicha de morir!...

El Padre lo decía muy convencido, pero yo me dije para mis

adentros: ¡Bueno! Allá él si quiere morirse. A mí que me deje

disfrutar bien de la vida...

Aquel cura simpático, que chorreaba santidad por todos sus

poros, ya murió y está disfrutando del logro de todas sus

ilusiones.

Yo sigo con mucho apego a la vida, lo reconozco. Pero, aquellas

palabras de su homilía, ininteligibles ―ininteligibles entonces

para mí― me han hecho pensar muchas veces: -¿Y no tendría

razón el buen cura?...

Es cierto que la vida es un don grande de Dios.
 
Y nos la da para que la disfrutemos.
 
A Dios no le gusta el lagrimeo de tantas personas amargadas

y tristes.

Si ha puesto en el mundo tanta hermosura y placer

es para que lo disfrutemos todo y para ganarnos el corazón.
 
¡La vida es bella, y vale la pena vi­virla!...

Pero es ciertamente un error el poner el corazón en lo que

pasa y forzosamente se ha de dejar.

Así como es otro error el espantarse por las molestias

inevitables de la vida y dejarse vencer por ellas.

La prudencia y el equilibrio son condición indispensable para

valorar las cosas que son provisio­na­les.

Si toda la felicidad en que ahora soñamos, y que tal vez

disfrutamos, no la sabemos conver­tir en dura­dera para

siempre, nos equivocamos de medio a medio.

Porque es tener el juguete entre las ma­nos, como el niño,  y ver

que se nos rompe o nos lo quitan. Se disfrutaba, para llorar

des­pués...

Cuando gozamos de las cosas ―y las debemos gozar con

 gusto cuando Dios nos las da― nos va muy bien tener la

frialdad de aquel contemplativo hindú, como nos cuenta una

hermosa parábola.


El monje solitario recibió una tarde a un joven, el cual  llegaba

rendido de tanto caminar.

- Dime, ¿qué quieres?

- Vengo porque Dios se me apareció el otro día y me dijo que

viniera aquí. Me aseguró que tú me podías dar una piedra

preciosa, la cual me haría rico para siempre.

- ¡Ah, sí! Debía referirse a ésta que encontré por casualidad en

 el bosque. Puedes quedarte con ella, si es que te gusta.


El joven se quedó loco de felicidad con aquel diamante, quizá

el mayor del mundo.


Se fue a dor­mir al caer el sol, pero pasó la noche entera dando

vueltas y más vueltas en la cama.

¡Al fin soy rico para siempre!, se decía y se repetía de

continuo, sin poder conciliar el sueño.


Al amanecer fue a des­pertar al hombre solitario, que seguía

durmiendo tan tranquilo y feliz, y le suplica con insistencia:

Hombre de Dios, toma tu diamante. Pero dame, dame

que te permite desprenderte con tanta facilidad de esta

piedra preciosa, la más grande de la India.

Aquí está el secreto de todo.

La esperanza en una vida eterna es una riqueza muy superior a

todos los valores de esta vida.
 

Quien la posee, vive más feliz que nadie.

El que espera, goza como nadie de la felicidad que Dios nos da

ya aquí, la cual se cambiará en una felicidad mucho mayor y

que no pa­sará jamás.


Pensamos muy rectamente que la fe cristiana nunca nos

amargará la vida; al revés, hace de noso­tros los seres más

dichosos que existen.


Quienes tenemos fe en una vida futura, damos envidia a los

mu­chos que van a tientas entre las sombras...


Aquí es donde los que tenemos fe debemos jugar un gran

papel en el mundo que nos rodea.


Somos ricos, sin darnos cuenta de la pobreza que tenemos a

nuestro alrededor.


Y así como hay egoístas con el dinero, que abundan en él y no

sueltan nada al pobre que a su lado se muere de hambre, así

también hay muchos ricos en el espíritu, que no comunican a

otros desesperados la esperanza en la que ellos abundan

dichosamente. 


Nuestra esperanza la esparcimos a de mil maneras.

Aunque nunca habrá modo alguno de comunicar optimismo y

 confianza como el que nos vea siempre con la sonrisa a flor de

 labios.
 

El que no piensa en un más allá, porque no cree ni espera, se

pregunta forzosamente al vernos sonreír en medio de

nuestras preocupaciones, igual que las suyas o mayores: ¿No

estará escondido Dios debajo de esa sonrisa? ¿No será cierto que

 después de lo de aquí hay algo más?... 


Este aire de esperanza se manifiesta actualmente dentro de

la Iglesia de un modo especial.


Por ejemplo, hemos cambiado nuestra manera de expresarnos

cuando fallece alguno de nuestros seres queridos.
 
Antes, el funeral era algo triste, y los recordatorios bastante

som­bríos.
 

Hoy les damos un aire pascual, y decimos y escribimos, con

alegría en medio del dolor¡Ha pa­sado a la Casa del Padre!...


Un viejecito, al que visitábamos los del grupo y al que

ayudábamos con nuestros pequeños aho­rros, nos daba

siempre la misma lección, y con una sonrisa que ni por

 casualidad se le caía de los la­bios, nos decía: Ustedes son

jóvenes y tienen que disfrutar de la vida, como la disfruté antes

yo.  Para mí todo se acaba, pero yo sé que Dios me espera.


Viendo un caso así, pienso que el curita que sentía ganas de

morir a lo mejor tenía mucha razón, aun­que yo no lo quisiera

entender; y así, le sigo diciendo a Dios, aún ahora: -Señor,

parí, espera, espera un poquito más...


Aunque he aprendido a decirle también: -Señor y Padre mío,

para ir a tu Casa, cuando Tú quieras...

1 comentario:

  1. Un viejecito, al que visitábamos los del grupo y al que


    ayudábamos con nuestros pequeños aho­rros, nos daba


    siempre la misma lección, y con una sonrisa que ni por


    casualidad se le caía de los la­bios, nos decía: Ustedes son

    jóvenes y tienen que disfrutar de la vida, como la disfruté antes

    yo. Para mí todo se acaba, pero yo sé que Dios me espera.



    Viendo un caso así, pienso que el curita que sentía ganas de


    morir a lo mejor tenía mucha razón, aun­que yo no lo quisiera


    entender; y así, le sigo diciendo a Dios, aún ahora: -Señor,


    parí, espera, espera un poquito más...


    Aunque he aprendido a decirle también: -Señor y Padre mío,

    para ir a tu Casa, cuando Tú quieras

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